Carcaj

Juan Manuel Rodríguez

–¡Gero! ¡Gerónimo!– digo en voz alta y levanto los algodones de azúcar como banderas.

Sin oír respuesta doy una vuelta a los baños. Hurgo en mi bolsillo, son las 3:27. Busco entre la multitud. ¿Hay una banca cercana? ¿Salió a pasearse entre los quioscos sin decirme? No creo que sea tan necio -mucho menos valiente- para hacerlo, pero se está volviendo impaciente, ansioso, como le enseñaron a decir.

Un tipo sale del baño acompañado de un niño. El pequeño está desconcertado. El adulto lo empuja, insistiendo que se revise bien la cremallera. Conforme se pierden en la multitud, alcanzo a escuchar: “Papi ¿por qué estaba llorando?”

Suspiro y doy unos pasos hacia el umbral, una mancha rosada se asoma por mi izquierda. Hasta aquí llega el hedor a orina seca. A Gerónimo no le gustarán los dulces contaminados de este ambiente. Debería hacérselos tragar ¿Se le antoja perderse, causarme preocupación y además rechazarlos porque está en pleno berrinche? Sin embargo, me contengo. Arrojo los algodones de azúcar. La sensación pegajosa permanece aun cuando me paso la mano sobre el pantalón.

La iluminación es insuficiente. No hay espejo en los lavamanos, solo grifos oxidados sobre una canaleta sucia; una llave está medio abierta, es difícil discernir si el murmullo del agua viene de ahí. En la pared del fondo, cuatro orinales, el de la derecha más pequeño. Hay seis cubículos, dos sin puertas. Me acerco al más lejano, por instinto. No hay sollozos, pero sí una respiración entrecortada, con gruñidos húmedos, luego un intento débil por sonarse la nariz.

–Ya llegué ¿por qué no estabas afuera?– pregunto tras golpear la puerta dos veces.

–Estoy ocupado…

Retrocedo y reviso por debajo de la puerta del cubículo: los pantalones están en su lugar.

—¿Te hiciste en la ropa?— reposo la frente sobre el metal.

–¡No! solo que no me siento bien.

–Mamá me contó que están trabajando eso en terapia.

Y me echó la culpa, como si yo pudiera darle órdenes a la vejiga del nené…

–¡No me hice pipí!– me grita desde las entrañas del cubículo. No hay nadie acompañándonos.

–¿Te mareaste? ¿vomitaste?– la respuesta no es inmediata.

–…no, no, ya me pasó. Es que no me gusta la montaña rusa.

Claro que no le gusta. No le gusta nada que no esté en una pantalla. Nada que no sea perfecto, ni hecho a la medida. Ante el primer obstáculo se rinde, se frustra, reclama la mamá. Lo único que puede hacer en esos momentos es distraerse, o atragantarse, o ambas cosas. Ella, naturalmente, es ajena a la ironía.

–Es emocionante. Te hace sentir al límite, pero todo es seguro, mira que nos ponen barras de seguridad. Es como ir en carro, pero más rápido.

–Sí, sí, papá, pero no me gusta…– detiene la frase y traga un poco de saliva– la montaña rusa me hace sentir ansioso.

Alcanzo a bufar, luego intento forzar una tos. Mi puño está contra la puerta del cubículo, opto por abrir la mano y acariciar la lámina inmunda.

–Entiendo tus sentimientos y son válidos, Gerónimo– me esfuerzo por sonar neutral, hago énfasis donde instruyen los “expertos” –pero por favor considera los míos. Solo quiero que pasemos tiempo de calidad juntos. ¿No te gusta estar conmigo?

Su respiración se acelera. Los sollozos se resumen.

–Sí, papá– la frase sale entrecortada –sí, papá. Sí me gusta– las últimas palabras las dice con dificultad.

–Tranquilo. Tranquilo. No te preocupes– doy unas palmaditas al cubículo.

Gerónimo reposa. Por un momento solo queda el ajetreo del parque.

–Bueno. Entonces vamos a casa, ahí encontramos algo más que hacer– doy vuelta y camino hacia el lavamanos.

Hay grafitis en las baldosas sucias: a falta de espejos, han dibujado rostros, unos con ojos desorientados, otros con genitales en lugar de nariz. Por otro lado, hay nombres de pandillas. En una esquina un número, “pregunta por Javier, pásala rico”. El dispensador de jabón está vacío, opto por frotarme las manos con más fuerza.

–Quiero irme con mamá.

De repente estoy erguido. El ruido de la multitud se desvanece, hay un pitido en el horizonte y puedo sentir un latido en la sien. La ventilación es deplorable, el hedor del sudor y orina seca me sofoca. Observo mi mano izquierda, las uñas firmes contra la piel intentando raspar los residuos de jalea, cuando las retiro, quedan depresiones impresas. Me fijo en ellas, como ordenándole al cuerpo que sane. Hay un hipo en la tubería, el flujo de agua se interrumpe por unos segundos y regresa tras un sonido gutural de la llave. No puedo ver el color del líquido, se siente viscoso. Gerónimo inhala de nuevo desde adentro del baño y se pronuncia, elevando la voz.

–Por favor, me siento más seguro con mamá– la puerta del cubículo se abre.

Ahí está, el ingrato de mierda. Con la sien tensa, finjo una sonrisa y me doy la vuelta. Gerónimo al lado opuesto, su mirada se aparta apenas se encuentra con la mía. Tiene ambas manos a la altura de su entrepierna, entrelazadas en un gesto de plegaria. Sacudo mis manos y me agacho frente a él, los ojos están irritados y la expresión traiciona un intento por parecer asertivo. Pongo mis manos sobre sus hombros. Su rostro es ridículamente redondo, las facciones perdidas entre grasa inútil; una uniceja grotesca atraviesa su frente; la piel es pálida y el cabello de un rubio anémico, como el de la mamá.

Fue a la peluquería hace poco, el barbero labró líneas en zigzag a los costados, dejando el resto del cabello a ras, imitando el estilo de alguna celebridad. Los ojos, sin embargo, son de un color aguamarina intenso, se pueden discernir desde lejos; un diamante en medio de la fealdad. Ni los ojos rojos, ni las lágrimas pueden ocultar ese valor. Los ojos son míos. Lo único.

–Entiendo tus sentimientos y son válidos. Me gusta que hayamos tenido una conversación sincera sobre nuestros sentimientos– le digo entre dientes.

–¿Qué te parece si vamos por algo dulce mientras llamo a tu mamá para que te recoja?

–Mamá dice que no deberías darme tantos dulces– responde, haciendo un pequeño esfuerzo por liberar sus hombros.

Aprieto un poco las manos, pero no tiene sentido. Mi sonrisa se deshace dejando caer las cejas y la curva de los labios.

–Ya vamos a llamar a mamá y va a venir por ti. ¿No te gusta pasar tiempo conmigo?

Esperamos en una banca a la entrada del parque. Se tranquilizó con solo tener una barra de chocolate y el teléfono celular. Mamá insiste que le ayude a “reducir el tiempo de pantalla”, pero el rostro me duele demasiado como para fingir tener más conversaciones. Puedo divisar el vehículo, detenido en un semáforo. Ella viene acompañada. Organizo sus cosas en la mochila. Ya cuando están por llegar, guardo una barra de chocolate en uno de los compartimientos laterales, Gerónimo me mira preocupado, yo solo guiño el ojo y ubico el dedo índice sobre mis labios. Cuando llega el vehículo, se despide de mí con afán. Ella abre la puerta trasera y el niño desaparece de mi vista.

Apenas arrancan, me siento en la banca y miro la hora: 4:11. Sigo el auto con la mirada mientras se desvanece en medio del tráfico. Pienso en Gerónimo una última vez: ansioso, obeso y débil…ojalá también salga diabético el hijueputita.

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